domingo, 11 de octubre de 2015

#. Lo rápido que ha cicatrizado tu herida solo indica lo pequeña que era.

Agazaparte bajo los cuadros de las sábanas, achicar el agua de las papeleras, quemar los semáforos en rojo y la radioactividad del azul. 
O como otros dicen, tener miedo.

Comprar todos los mecheros de la ciudad, solo para ver cómo se consumen mientras se te enquista la sonrisa en una madrugada de invierno. Abrir la ventana a la lluvia, para que se inunde ese cajón donde guardas los últimos retazos de su letra, los últimos pentagramas de su olor, los últimos recuerdos que te gritan que él, una vez, no te pidió no dormir. 
O, como otros piensan, echarle de menos.

No escribir un poema, porque un poema que se escribe y no se siente, no es poema sino precipicio (y tú, hace martes que no sientes nada). Agarrarte al colacao del desayuno, como si fuera el último bote salvavidas y tu cocina, el mar del Norte. 
O como otros temen, sobrevivir.

Y que te quede grande la vida y la muerte y hasta esos pantalones que él jamás dirigió con sus dientes. Y no saber qué hacer, claro. 
Es lo que por ahí llaman perderse.