viernes, 20 de abril de 2012

#. Hay comienzos que solo entienden de finales.

Ya sabes, este es uno de esos días en los que me encantaría poder olvidarte. Siempre me sobraron los motivos, al igual que me faltaron las ganas. ¿La verdad? Me gustaría ser capaz de mirarte a los ojos, ver tu indiferencia y fingir que nada ha pasado. Que nada de lo que hemos vivido es importante, ya que para ti parece no haberlo sido nunca. Me gustaría prometerme a mí misma que la próxima vez que necesites algo, cualquier cosa, tendrás que buscarte la vida en otra costa porque yo ya no estaré aquí. Aunque sepa que no podré hacerlo; que, como siempre, aparcaré mi propio dolor para verte sonreír. Me gustaría hacer caso omiso a esas llamadas tuyas que solo suenan cuando a ti te apetece. Y, por supuesto, comenzar a quererme un poco más. Dejar de ser de las personas que más te cuidan y de las que menos valoras. Pero, aunque me encantaría, siento que no puedo, que es totalmente imposible para mí. ¿Qué por qué? Quizá sea porque tu sonrisa sea lo más próximo a la magia que he visto. O tal vez por aquello de que se me desbordan las pupilas siempre que recuerdo lo que solíamos ser tú y yo. Porque contigo he llegado a sentirme la persona más feliz del mundo; has conseguido, sin proponértelo, que los malos días se conviertan en buenos. Tal vez fuera porque el roce de tus manos era el mejor regalo del día y quererte una costumbre. Una más de todas esas que un día tuve. Y es que yo, por ejemplo, me acostumbré a que los martes fueran ese aniversario que nunca tuvimos, y los viernes, un motivo para celebrar. También me habitué a que fuera tu risa la que marcara el fin de la rutina, cada cinco minutos más o menos. Me acostumbré a pensar siempre al revés, a gastar 74 pasos en dejar de verte a mi lado. Así que aquí sigo, estancada en este punto en el que me situé unos meses atrás. Esperando lo que nunca llegará, soñando cada noche que puedas verme con otros ojos. ¿Ingenua? Sí. ¿Tuya? No lo dudes un segundo.